Vivían con las palabras precisas.
Con las suyas y con las de los otros:
con las de Fernando Pessoa y Rilke,
con las de Juan Ramón Jiménez,
con las de Stéphane Mallarmé.
Y esas palabras, en forma de versos,
andaban por la casa como pájaros
inquietos, como las notas huidizas
de una ópera o de un río de sílabas.
Vivían entre las piedras y el cielo,
entre los búcaros y el aleteo
de las telas. Siempre había un olor
a madera y a intimidad cercada.
Los libros estaban cerca. Los discos,
los cuadernos y una cesta de frutas.
Al llegar la noche, él se retiraba
a un palomar que era su obrador,
su estudio y el oratorio de la poesía.
Hablaba con Ofelia, con Zenobia,
con Beatriz, el delirio de Dante.
Congregaba a los espectros del verbo.
Había un instante en que ella subía
a sentarse a su lado: temblaba la luna
y encendía la fronda de los olivos.
Una brisa retornaba del campo
y entraba por la ventana para ellos.
Antòn Castro
Sara Bryant
2 comentarios:
Volvemos de nuevo a nuestro reconfortante hogar.
eva
Hola Eva, te extrañaba.
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