Hace sólo unas horas,
Tenía 15 años,
Iba a la escuela
Y ni siquiera imaginaba
cómo sería la vida.
Tenía 15 años,
Iba a la escuela
Y ni siquiera imaginaba
cómo sería la vida.
Caí inocente.
Abrí mis alas cuando sentí
el impulso de volar,
pero no sabía volar.
Eso se sabe, sólo se está
de vuelta en el suelo
y para entonces uno,
ya dejó de ser el mismo.
Veinte años han pasado
en cuestión de horas para mí.
Mis treinta y cinco años
no son una enumeración de días y meses
sino de sucesos,
de intentos de vuelo,
y del resultado final,
que es
éste.
Viviré hasta los setenta años,
quiero tener nietos,
acompañar a mis hijas
en sus alegrías, sus decisiones,
sus dolores,
tomar sus manos en la sala de parto,
cuando la historia se repita
y yo ofrezca cualquier cosa
con tal de aliviarles el dolor de parir.
Quiero decirles después,
que lo hicieron bien,
que son valientes
que sus hijos son hermosos.
Quiero mi casita en Puerto Consuelo
con una ventana grande
que apunte a los canales.
Sentir el olor de la madera
de la mesa
donde cada mañana tomaré mi café,
alimentar a mis gallinas
a eso de las diez
y llevar a mis nietos a la quinta
a cortar lechugas
para el almuerzo.
Quiero contarles historias
que nunca puedan comprobar.
Quiero ser la abuela mágica
que los lleve a volar
sobre la pampa y los cerros
y les cuente cuantos lunares
tenían en el cuerpo sus madres,
repetirles una y otra vez,
lo inteligentes y hermosas que son.
Quiero estar.
Quiero,
en mis próximos treinta y cinco años
no volver a llorar,
a menos que sea
porque el color del paisaje me desborda
y me llena cada poro de la piel,
cada pluma del alma.
Quiero ubicar en otro lugar
de mi escala
la importancia de la Palabra,
respetarla más.
Hasta ahora la he usado
como un salvavidas,
quiero que ella me lleve
a recorrer el mundo,
quiero entregarme a su poder
rendirme a mí destino.
Quiero morir de vieja
en una cama tibia,
sola,
porque en este caso
es lo que corresponde
tranquila.
Quiero dejar mi casa ordenada
y mi ropa lista
mi trenza desarmada.
Mis libros, mis flores,
mis plumas, mis caracoles,
cada uno en su lugar
como si yo amaneciera
al día siguiente.
Sé que aquel que me encuentre
Será quien me ha querido
Lo suficiente,
Como para no llorar.
Hará lo que tiene que hacer.
Y me iré de este mundo
tal como llegué,
como quien cruza un puente
que en mi caso
estaba un poco roto,
y mis hijas no sufrirán
porque su bienestar
será superior a mi ausencia
y mis nietos no sabrán de mi muerte
porque seguirán viéndome en todas partes
todo el tiempo.
Quiero que mis nietos
También aprendan
Que los abuelos nunca mueren.
Y por sobre todo, quiero
en ese minuto crucial
de traspaso de vidas,
realizar el último vuelo
perfecto y sin dolor,
comparar mi conciencia
a la conciencia de los cerros,
y saber que me recibieron,
me enseñaron
y me despidieron,
como se despide a los guerreros
que saben
cual es el lugar correcto
para el descanso final.
Abrí mis alas cuando sentí
el impulso de volar,
pero no sabía volar.
Eso se sabe, sólo se está
de vuelta en el suelo
y para entonces uno,
ya dejó de ser el mismo.
Veinte años han pasado
en cuestión de horas para mí.
Mis treinta y cinco años
no son una enumeración de días y meses
sino de sucesos,
de intentos de vuelo,
y del resultado final,
que es
éste.
Viviré hasta los setenta años,
quiero tener nietos,
acompañar a mis hijas
en sus alegrías, sus decisiones,
sus dolores,
tomar sus manos en la sala de parto,
cuando la historia se repita
y yo ofrezca cualquier cosa
con tal de aliviarles el dolor de parir.
Quiero decirles después,
que lo hicieron bien,
que son valientes
que sus hijos son hermosos.
Quiero mi casita en Puerto Consuelo
con una ventana grande
que apunte a los canales.
Sentir el olor de la madera
de la mesa
donde cada mañana tomaré mi café,
alimentar a mis gallinas
a eso de las diez
y llevar a mis nietos a la quinta
a cortar lechugas
para el almuerzo.
Quiero contarles historias
que nunca puedan comprobar.
Quiero ser la abuela mágica
que los lleve a volar
sobre la pampa y los cerros
y les cuente cuantos lunares
tenían en el cuerpo sus madres,
repetirles una y otra vez,
lo inteligentes y hermosas que son.
Quiero estar.
Quiero,
en mis próximos treinta y cinco años
no volver a llorar,
a menos que sea
porque el color del paisaje me desborda
y me llena cada poro de la piel,
cada pluma del alma.
Quiero ubicar en otro lugar
de mi escala
la importancia de la Palabra,
respetarla más.
Hasta ahora la he usado
como un salvavidas,
quiero que ella me lleve
a recorrer el mundo,
quiero entregarme a su poder
rendirme a mí destino.
Quiero morir de vieja
en una cama tibia,
sola,
porque en este caso
es lo que corresponde
tranquila.
Quiero dejar mi casa ordenada
y mi ropa lista
mi trenza desarmada.
Mis libros, mis flores,
mis plumas, mis caracoles,
cada uno en su lugar
como si yo amaneciera
al día siguiente.
Sé que aquel que me encuentre
Será quien me ha querido
Lo suficiente,
Como para no llorar.
Hará lo que tiene que hacer.
Y me iré de este mundo
tal como llegué,
como quien cruza un puente
que en mi caso
estaba un poco roto,
y mis hijas no sufrirán
porque su bienestar
será superior a mi ausencia
y mis nietos no sabrán de mi muerte
porque seguirán viéndome en todas partes
todo el tiempo.
Quiero que mis nietos
También aprendan
Que los abuelos nunca mueren.
Y por sobre todo, quiero
en ese minuto crucial
de traspaso de vidas,
realizar el último vuelo
perfecto y sin dolor,
comparar mi conciencia
a la conciencia de los cerros,
y saber que me recibieron,
me enseñaron
y me despidieron,
como se despide a los guerreros
que saben
cual es el lugar correcto
para el descanso final.
Marcela Muñoz Molina aquí
Foto: Flamencos en Natales 2001.
Todos los derechos reservados por matvi
6 comentarios:
Honor que se me hace, habría dicho mi abuelo materno.
Gran poeta, Marcela Muñoz.
Yo prefiriría Puerto Prat, en todo caso. Pero es asunto de piel y plumas.
"Y me iré de este mundo
tal como llegué,
como quien cruza un puente
que en mi caso
estaba un poco roto,
y mis hijas no sufrirán
porque su bienestar
será superior a mi ausencia
y mis nietos no sabrán de mi muerte
porque seguirán viéndome en todas partes
todo el tiempo.
Quiero que mis nietos
También aprendan
Que los abuelos nunca mueren."
Podría haber señalado cualquier estrofa, es maravilloso este poema, pero acabo de caer en la cuenta de algo que sabía e incluso había asimilado tan gratamente como lo escribe Marcela "Los abuelos nunca mueren"
Gracias Beatriz.
Ana:
Hace tiempo que descubrí la poesía de Marcela en el blog de Hugo, ellos son de Natales una pequeña ciudad a la entrada de las Torres del Paine.
Es un paisaje maravilloso en el que viven, por eso esos versos tan maravillosos de ambos.
Ese "quiero estar" de Marcela lo resume todo para mí en la relación con hijos y nietos.
Matías me ha ayudado con su hermosa foto de los flamencos volando por el mismo lugar que añora Marcela para hacer este binomio. Gracias Matías.
El otro día estaba tan nerviosa que ni el comentario se me enganchò.
Decía que no podemos planear nuestra vida pués al final los hijos nos la hacen
Tengo dos hijas y un hijo ,pero lo normal acà no cuenta y ese dìa me encontraba siguiendo como loca el humo volcànico de los islandeses.
Mi hija justo se le ocurrió volar a ESCOCIA con esa eventualidad ,menos mal que llegò con felicidad luego de mandarme dos o tres mensajes del aeropuerto donde estaba varada.
Estas chicas en lugar de enamorarse andan de acá para allá y en lugar de quedarse en las playas de BLANES(Dios da pan a los que no tienen dientes)se les da por visitar a la fria EDIMBURGO.
Que gusto no?
Te entiendo Ana María porque yo ando por las rutas de Francia desde que mi hijo se fue y atenta a todo lo que sucede por allá incluída la bacteria asesina.
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