
Despertar es un salto en paracaídas del sueño.
Libre del agobiante torbellino,
se hunde el viajero hacia la zona verde de la mañana.
Las cosas se encienden. Él percibe
—en la vibrante postura de la alondra—
las oscilantes lámparas subterráneas
del poderoso sistema de las raíces de los árboles.
Pero a flor de tierra
—en abundancia tropical—
está el verdor con los brazos al aire,
en escucha del ritmo de una bomba invisible.
Y él se hunde hacia el verano,
se descuelga por el cráter cegador, hacia abajo
a través de grietas de edades verde-húmedas
palpitantes bajo la turbina del sol.
Así es detenido este viaje vertical
por el instante y las alas se ensanchan
hasta ser la quietud del gavilán
sobre aguas torrenciales.
Tonos desamparados
de las trompetas de la Edad de Bronce
cuelgan sobre el abismo.
En las primeras horas del día,
la conciencia puede abarcar el mundo
como la mano oprime una piedra entibiada por el sol.
El viajero está bajo el árbol.
¿Se extenderá, después de la caída
por el torbellino de la muerte,
una gran luz sobre su cabeza?
Tomas Tranströmer
Traducción:Roberto Mascaró.
Pintura:Gustav Caillebotte